miércoles, 28 de agosto de 2013

LA LEYENDA DE LA TORRE MALMUERTA

         Cuentan que allá por los años del siglo XV habitaba en un viejo palacio cordobés cierto conde de edad senecta que se unió en matrimonio a una bella y noble joven que aún no había traspasado el umbral de la adolescencia, doña Clara de Herrera, era el nombre de tan hermosa dama. Una mujer tan bella como honesta, de las que nunca hubo malicia.

          De poco sirvieron los continuos juramentos con los que la infeliz muchacha defendía su inocencia, pues el anciano esposo, celoso de la belleza que desplegaba su esposa, el fantasma de la infidelidad rondaba día tras día la torpe mente del conde. Transcurrió el tiempo de esa manera, donde el viejo caballero tuviese otra preocupación que la de encontrar al supuesto amante de doña Clara.

            La obcecación de sus celos era tan desmedida que, conociendo la existencia en la calle de los judios de una vieja morisca experta en artes oscultas a la que atribuían el esclarecimiento de los arcanos más escondidos, decidió una noche dirigirse a ella y disipar así sus angustiosos dilemas.

        Atravesó el campo de la Merced y después de cruzar la puerta del Osario se introdujo por las solitarias callejas de la Villa en dirección a la Axerquía. El eco de sus pasos resonaba en las desiertas plazuelas hasta que por fin se detuvo ante un lóbrego y mísero portla en el que se introdujo cauteloso. En el interior se encontró con una morisca de rostro arrugado y ruin aspecto que le aseguró tener el remedio que buscaba.

          Tomaron asiento, y una vez acomodados, la hechicera murmuró unas palabras ininteligibles y quedó en silencio. Por su parte, el noble, con su ánimo cada vez más agitado, aprovechó esta pausa para advertirle de sus propósitos. Conocer si su esposa le era o no infiel. La hechicera le dio un brebaje, uno que si mal olía, peor sabía y puso ante él un espejo, el cual le revelaría lo que el angustiaba.

            Sus pupilas se dilataron, un frío sudor empezó a recorrer su cuerpo, y unas manchas uniformes ahora tomaban forma, reflejando algo parecido a los enseres de su alcoba, entre los que logró distinguir la figura de doña Clara junto a la de un apuesto galán cuyo rostro le resultaba también conocido.

         Tras las fraudulentas visiones, todos y cada uno de sus músculos fueron recobrando la normalidad perdida y, una vez hubo dejado una bolsa de oro a la hechicera, se dirigió presuroso a su palacio donde su desgraciada esposa, ajena a las pretensiones del celoso conde, lo aguardaba pacientemente. De forma veloz y sin apido por su alma, el viejo conde dirigió un puñal, sesgando la debil garganta de su esposa para después clavárselo en el pecho.

          No tardó en conocer toda la ciudad la trágica noticia y se estremeció el vecindario desde la Villa hasta la Axerquía. Los llantos de las plañideras se mezclaron entonces con las airadas voces de hidalgos y plebeyos que pedían justicia para tan cruel crimen.

       Pronto se juzgó a aquel miembro de la nobleza que había manchado su honor y su linaje. Se examinaron despacio las pruebas y el delito y, viendo que el noble no había sido sino víctima de las malas artes de la morisca, condenó a ésta a la hoguera, y aunque muchos pensaron que la cabeza del conde rodaría también cumpliendo con la real justicia, pero se le perdonó la vida, y en el tribunal del Alcázar se le sentenció, condenándolo a vivir encarcelado hasta el fin de sus días. Además, se le condenó a derribar su morada, levantando en un solar una torre de sillares a la que llamará Torre de la Malmuerta.
      Se llevó a cabo la sentencia y al este del convento de la Merced se levantó una vetusta torre octógona por la que aún hoy aseguran sigue vagando el desventruado espíritu de doña Clara.


       Como dato curisoso, y que nos sirve para algo de veracidad a esta leyenda. Una cédula del rey Enrique III "El Doliente", de fecha octubre de 1404, ordenó que el dinero recogido como multas a burdeles y garitos de juego, se emplease en la Torre de la Malmuerta.


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